En los primeros años del automóvil, la visibilidad dependía de la imaginación
Desde retirar el cristal delantero hasta improvisar métodos caseros para mantenerlo mínimamente limpio
Hubo un tiempo en el que conducir bajo la lluvia no es que fuera incómodo o peligroso: era un riesgo mortal. En las primeras décadas del automóvil, la visibilidad podía desaparecer en cuestión de segundos y no había una herramienta sencilla para recuperarla. A falta de limpiaparabrisas, la creatividad y la desesperación marcaban la diferencia entre llegar sano y salvo a destino o no llegar.
Si se podía, algunos conductores quitaban directamente el parabrisas. Otros tenían que parar cada pocos metros para limpiar el cristal a mano, y muchos recurrían a remedios caseros que hoy suenan surrealistas, desde frotar cebolla hasta aplicar tabaco o zanahoria para crear una película repelente al agua.
Antes de los limpiaparabrisas, cualquier truco valía para no conducir a ciegas
En los primeros automóviles de finales del siglo XIX y principios del XX, el cristal delantero no siempre era fijo. Muchos modelos lo montaban abatible o desmontable, así que cuando empezaba un chaparrón lo más práctico era retirarlo y asumir el agua, el barro y los insectos de frente. Y los remedios caseros estaban a la orden del día.
Según documenta la United States Driver Education Foundation, era habitual recurrir a cebolla, tabaco o zahoria para intentar repeler la lluvia, una solución rudimentaria pero efectiva. Y en algunos coches abiertos o conducidos por chófer, el acompañante era quien se encargaba de limpiar el cristal asomándose por el lateral o apoyándose en el estribo, una maniobra tan peligrosa como poco útil en mitad de un aguacero.
A medida que los coches evolucionaban, también lo hizo la necesidad de mejorar la visibilidad. Los primeros limpiaparabrisas no eran automáticos: algunos funcionaban mediante una palanca que el propio conductor movía desde dentro, otros dependían del vacío del motor y aceleraban o se detenían según el régimen, y también existieron “mecanismos de cuerda” como los de un reloj.
En este contexto surgieron los primeros inventores: en 1903, James Henry Apjohn registró en Reino Unido un dispositivo para limpiar ventanas de carruajes y automóviles. Ese mismo año, Mary Anderson patentó un sistema con una escobilla accionada por muelles e inspirado en un tranvía de Nueva York. La Biblioteca del Congreso de Estados Unidos recoge que su invento fue rechazado por los fabricantes, que temían que distrajera al conductor.
El gran salto llegó en 1916, cuando John Oishei atropelló a un ciclista bajo la lluvia (afortunadamente sin consecuencias graves). Convencido de que una mejor visibilidad habría evitado el accidente, se fijó en un dispositivo mecánico creado por el inventor John Jepson, el “Wind-Shield Cleaner”, una escobilla que se movía por una ranura del parabrisas.
Oishei lo rebautizó como Rain Rubber y consiguió que Pierce-Arrow lo incorporara en 1919. Aquella empresa acabaría convirtiéndose en Trico, una de las grandes proveedoras de limpiaparabrisas del mundo. Poco después se sumaron Packard, Cadillac y Lincoln. En paralelo aparecieron patentes eléctricas pioneras, como el sistema horizontal de Charlotte Bridgwood o el movimiento “en ángel de nieve” del dentista Ormond Edgar Wall. No triunfaron, pero allanaron el camino.
El modo intermitente y la batalla de Robert Kearns contra Ford
La popularización real del limpiaparabrisas eléctrico llegó a partir de los años cuarenta y cincuenta, en paralelo a la estandarización de sistemas eléctricos en el automóvil. En 1929, Robert Bosch introdujo el sistema de doble brazo, una arquitectura que aún utilizan muchos coches modernos y que mejoró la superficie barrida y la fiabilidad. Y el siguiente gran avance fue “el modo intermitente”.
El ingeniero Robert Kearns, inspirado por su propio parpadeo, creó en 1962 un sistema capaz de pausar y reanudar la escobilla de forma automática. Mostró su invento a Ford, y años después el sistema apareció en sus modelos sin ningún acuerdo. El caso acabó en los tribunales y, como recogió The New York Times, Kearns ganó varias demandas millonarias contra Ford y Chrysler en los años noventa. Su historia inspiró la película ‘Flash of Genius’.
La evolución continuó con el frío extremo en países del norte, que impulsó las escobillas calefactadas, los parabrisas con resistencias y los líquidos anticongelantes. En los años noventa llegaron los primeros sensores de lluvia ópticos y hoy prácticamente cualquier coche moderno ajusta la velocidad de las escobillas de forma automática.
Todo lo que hoy parece un gesto rutinario nació de décadas de creatividad, inventores ignorados y mucha lluvia, pero el futuro apunta aún más lejos: Tesla ha registrado patentes de sistemas que limpian el cristal mediante láser, mientras otros fabricantes investigan ultrasonidos, aire a presión o recubrimientos superhidrofóbicos inspirados en hojas de loto.
Imágenes | Imdb.com
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