En las primeras décadas del siglo XX, cuando llegó el automóvil, los conductores recurrían a técnicas tan nocivas como peligrosas para no congelarse en el coche
En pleno invierno, no podemos imaginarnos un coche que no tenga calefacción: ese momento que nos metemos dentro del habitáculo y nos saluda un pingüino con abrigo, pero que según vamos circulando comienza a calentarse. Esto es así porque los sistemas de climatización aprovechan el calor generado por el motor para distribuirlo por el habitáculo mediante ventiladores.
Pero este avance no llegó a los coches como tal hasta pasadas varias décadas desde que recorrieran las calles. Y no empezó a incorporarse de serie hasta los años 60 del siglo pasado. ¿Qué hacían antes los conductores para que el interior del coche estuviera caliente? Pues tiraron de ingenio. Aunque no iba precisamente de la mano de la seguridad: riesgo de intoxicación o quemaduras estaban en el menú de estas rudimentarias calefacciones en el coche.
Estufas de carbón o gases de escape directos al habitáculo del coche
Calentarse con algo era muy necesario cuando los coches eran abiertos, siguiendo el diseño de los carruajes tirados por caballos. En los albores del automóvil como mucho tenían techo, como por ejemplo el que firmó el primer coche de policía de la historia que curiosamente era eléctrico.
En aquellos años, lo habitual era recurrir a las lámparas de gas que precisamente usaban los carruajes de caballos antes como método de iluminación. Esto ya era peligroso en sí, porque quemaban gases de carbón emitiendo metano, hidrógeno o monóxido de carbono cerca del conductor. Gases que inhalaban aquellos primitivos automovilistas.
Calentadores portátiles de carbón. Pero más allá de las lámparas de gas, los automóviles de los primeros años del siglo XX recurrían a dos métodos habitualmente para sumar una improvisada calefacción al coche. Corrían los años 20 y 30 del siglo pasado, y se inspiraban en los calentadores portátiles a los que ya recurrían en carruajes de caballos durante el siglo XIX.
Unos de los más recurrentes fueron los calentadores portátiles de carbón, que empezaron a proliferar con la llegada del automóvil. Se trataba de un cajón de hierro galvanizado con revestimiento de amianto y asas de latón que solía ronda los 50 cm de largo y los 20 de ancho. El carbón incandescente se colocaba dentro de esta caja.
Para ello se diseñó un carbón especial, en forma de ladrillo, que ardía sin apenas soltar olor ni humo. El procedimiento era sencillo: antes de colocarlo dentro de la caja, se ponía al fuego hasta que ardía por completo. Luego se retiraba hasta que se apagara la llama. Este pequeño ladrillo podía dar calor durante horas. Y cuando el coche se aparcaba, y ya no se requería del servicio de esta primitiva calefacción, se apagaba con agua y se podía volver a utilizar una vez secado.
El problema es que este método exponía a los entonces conductores a quemaduras al manipular estos ladrillos incandescentes. Y por mucho que no emitiera mucho humo, no estaba libre de gases tóxicos en el interior del habitáculo que ya comenzaba a ser cerrado en aquellos años.
Calefactores con los gases de escape. El sencillo cajón de carbón era el método más simple. Pero cerca de 1910 también se idearon otros calefactores más complejos para el interior de los coches y que estuvieron décadas en boga, formando parte del sistema de los automóviles. Se trataba de los calefactores a base de los gases de escape. Esta tecnología recurría a estos nocivos gases originados en la combustión del motor en combinaciones con rudimentarios intercambiadores de calor que se montaban cerca del propulsor.
Su ventaja es que no exigían una preparación previa para subirse al coche como sí ocurría con los calentadores de portátiles de carbón. Pero a cambio eran muy dañinos para los ocupantes del coche. Estos calentadores no disponían de filtro alguno, así que solían tener fugas además de provocar un olor de lo menos agradable en el habitáculo. Su mecanismo se limitaba a simples radiadores compuestos por haces de tubos metálicos por los que circulaban los gases de escape.
Esto se traducía en que liberaban en el interior de los coches monóxido de carbono. Exponerse a este contaminante en un espacio tan cerrado era pues extremadamente dañino para la salud: ya lo es al aire libre en las ciudades. Entre los efectos que puede provocar exponerse al CO van desde intoxicaciones, a enfermedades respiratorias (ya no digamos si se tenía asma) pasando por trastornos cardiovasculares, entre otros.
Del tubo de escape al líquido refrigerante. Afortunadamente, y aunque se diseñaron otras opciones como los calentadores a base de agua antes, cerca de la década de los 40 del siglo XX se desarrolló un sistema mucho menos dañino en el que se basan los sistemas de calefacción actuales de los coches. Se trata del Weather Eye de Nash Motors, que se patentó en 1938 y comenzó a comercializarse entrados los años 50.
En vez de usar los gases de escape, tomaba el aire del exterior, que pasaba por un calentador y a su vez se calentaba con el refrigerante del motor e iba conectado con ventiladores y conductos que dirigían ese aire caliente al habitáculo. Además, a diferencia de los anteriores, podían regularse tanto en temperatura como dirección del aire. Y por supuesto, neutralizaba la exposición a monóxido de carbono y otros gases nocivos resultantes de la combustión.
La contrapartida es que en pleno siglo XXI los sistemas de climatización han dado un paso hacia atrás en como manejarlos: muchos coches están prescindiendo de los botones físicos para regularlos, lo que ahora se hace desde la pantalla. Lo que potencialmente supone un peligro de distracción al no poder manejarse al tacto.
Imágenes | Volkswagen, Pexels, Wikimedia
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